Mientras
espero el 15
sobre
Avenida Libertador,
el
muchacho de la construcción almuerza
bajo
la sombra artificial de las torres paquetas.
Desde
el otro lado de las rejas,
veo
cómo muerde su sanguche de milanesa completo,
mastica
con la boca cerrada mirando un punto fijo,
apoya
el sanguche contra el cemento,
toma
un trago de gaseosa del pico,
agarra
su teléfono y sonríe.
El muchacho
de la construcción lleva una gorra Nike,
una
remera blanca de un supermercado,
un
pantalón azul manchado con cal
y
unos borcegos negros.
El
portón enorme de las torres paquetas se abre automáticamente
y un
auto grande que brilla con el sol sale despacio;
el
conductor,
sin
ni siquiera bajar el vidrio polarizado,
saluda
serio al tipo de seguridad.
En
ese momento,
el
muchacho de la construcción mete un gestito nervioso,
como
si estuviese en falta,
como
si su presencia incomodara las leyes del otro mundo.
El
auto se va,
el
portón se cierra,
el
tipo de seguridad vuelve a escuchar radio a la garita
y el
muchacho de la construcción vuelve a sonreírle a su teléfono.
Llega
el 15,
me
subo,
me
siento,
y
con cabeza en la ventanilla,
me
pregunto:
¿Estará
enamorado el muchacho de la construcción?
¿De
ahí rajará de inmediato a meterle un abrazo a la persona que ama?
¿Leerá?
¿Jugará
a la pelota?
¿Contará
con amigos y amigas que lo abracen cuando se desvanecen los sentimientos
básicos?
¿Saldrá
a divertirse los sábados a la noche?
¿Antes
de ir a bailar sentirá esa alegría genuina que nos nace y no la que nos quieren
imponer?
¿El
movimiento cíclico de la bola espejada iluminará su cara en la pista?
¿Bailará
su canción preferida con la mirada en el techo, los ojos como puñalada en lata,
con pasitos cortos y los brazos bien abiertos?
¿Sentirá
que es el muchacho más feliz del mundo mientras chapa con la persona que ama?
¿Tendrá
franco los domingos?
¿Tomará
decisiones y avanzará sin estancarse en la brea del miedo?
Ojalá
que sí,
todo
que sí.