martes, 29 de julio de 2014

Misil


El sillón de palets,
la foto de Ortega,
las sábanas nuevas;
las entradas del Mundial,
todo hecho ceniza.

Mientras me arrastraba por el parqué hirviendo,
mendigando un abrazo que me saque
de la línea de fuego,
la vecina seguía en la suya,
prendiendo un sahumerio atrás del otro,
escuchando su ska combativo,
con su pañuelo brillante en la cabeza
y su aliento a mate.

Los rasguidos a contratiempo se mezclaban
con la voz de Edmundo Rivero,
porque el portero también tenía su puerta abierta;
pero nadie escuchaba mis gritos,
ninguno de los dos fue capaz de entrar
para meterme un abrazo largo,
y preguntarme:

¿Quién tuvo la culpa?
¿Quién fue más impaciente?
¿Quién está detrás de todo esto?
¿Quién debe hacerse cargo del dolor?

Me seguí arrastrando,
como pude,
intenté abrir la puerta,
pero sentí un zumbido,
estaba llegando otro silencio tuyo,
me hice bolita en un rincón,
cerré los ojos,
me tape los oídos,
y BOOOOMMMM!

Otra vez,
una lluvia de escombros.

Logré pararme,
el polvillo no me dejaba respirar,
y en eso,
la biblioteca se derrumbó sobre mí,
con todos los libros carbonizados.

Con la cara sucia,
llorando,
como una foto que se viraliza en Facebook,
como cuando perdía a los penales con mi hermano,
saqué el teléfono del bolsillo,
y llamé.

En toda guerra,
el que más habla es el que pierde.