jueves, 23 de enero de 2014

Cuando llueva ceniza


Aman estar angustiados en el balcón del purgatorio,
pero no se tiran nunca.
Sueñan con ser los capitanes del barco que se salva,
pero no tienen los huevos.
Creen que en su velorio todos recordarán su moral,
pero sólo les importa el momento.

Son los que confunden amor con paranoia,
abrazos con lobby,
fuerza con ceguera,
y lo hacen con intención,
sabiendo que lastima,
que arde,
que revienta,
aunque también lo hacen con ignorancia,
con pose,
con desesperación,
con el mismo morbo que se inventó la matemática.

Y así se pudre,
el olor a rancio de los culos propios
se desparrama por la galaxia,
se fermenta con el aliento de los dioses
que sólo hacen milagros exclusivos,
los más carismáticos,
los más inteligentes,
que ambiciosos,
enfermos por el cáncer del aplauso,
se olvidan que,
cuando el ruido venga de cerca,
cuando hagamos fondo blanco de lava,
cuando llueva ceniza,
nos vamos a ver la jeta,
van a ver.

jueves, 2 de enero de 2014

La pequeña muerte de los giles


Te confieso que ya no sé
qué imagen tiene el día de hoy,
será por ver todos los ayeres progresivamente.

Juan Diego Incardona



Hay cosas insignificantes que me dan un poco de tristeza:
la Traffic abandonada que está sobre Av. Boedo,
llegando a Estados Unidos;
algunos vectores de figuras humanas en los negocios de Once;
los archivos de Excel,
casi todos los partidos de rugby
o la soberbia de una vedette.
Aunque a veces,
no sé si es tristeza,
es una resignación que me apabulla,
un vacío donde me reconozco,
algo muy parecido a la soledad.
Y ahí,
stalkeando la memoria,
germinando fantasmas,
es cuando comienza la pequeña muerte de los giles;
nosotros,
cobardes legítimos,
pobrecitos,
miserables,
empezamos a morir en masa,
perdemos la noción del tiempo
y el ego pierde el equilibrio,
ya no es ni significado ni significante,
es una institución,
una guerra,
que nos fanatiza,
que nos hiere.
Entonces se nos va la vida intentando asumir nuestras decisiones,
lo que perdimos,
lo que nos falta,
lo que nos sobra,
pero ahí están los resultados brillando en una marquesina,
la exposición de la derrota,
el gatillo fácil de las redes sociales,
ahí está la realidad desnudándose sobre nuestro ombligo.
Por eso,
mal que nos pese,
aunque parezca que un Tyson nos surte en la pera,
nos guste o no,
alguien está acariciando la espalda que nosotros abrazábamos,
es más,
el llanto que apaciguamos y todo la contención que construimos
es pornografía amateur que nunca vamos a ver,
en habitaciones que nunca vamos a conocer
o en las mismas que supimos dormir en paz,
bajo una dinámica distinta,
con otro ritmo,
con otro criterio,
incluso,
con otro amor,
ni mejor ni peor,
otro.
Así y todo,
vale la pena,
siempre vale la pena,
lo que dejamos pululando es nuestro,
es una escalera de hormigón invisible,
de la que subimos y bajamos solos,
como unos enfermos,
porque el futuro se construye a fuerza de miedos
que no se curan jamás,
sólo se aprende a convivir con ellos,
dar y recibir,
transar,
fifty-fifty,
ser cómplices de nuestra propia tragedia:
mueren treinta civiles de mi alma,
bueno,
perfecto,
ahora mueren treinta civiles de la tuya;
y así,
con esa impunidad,
con la misma lógica que se desarrollan los países,
con ese salvajismo emocional que nos enloquece,
así,
con una displicencia atroz,
en ese ir y venir de lastimaduras,
en esa terapia intensiva,
sin ni siquiera darse cuenta,
el corazón comienza a tomar distancia de lo heroico.