El sillón
de palets,
la foto de
Ortega,
las
sábanas nuevas;
las
entradas del Mundial,
todo hecho
ceniza.
Mientras me
arrastraba por el parqué hirviendo,
mendigando
un abrazo que me saque
de la línea
de fuego,
la vecina
seguía en la suya,
prendiendo
un sahumerio atrás del otro,
escuchando
su ska combativo,
con su
pañuelo brillante en la cabeza
y su
aliento a mate.
Los
rasguidos a contratiempo se mezclaban
con la voz
de Edmundo Rivero,
porque el
portero también tenía su puerta abierta;
pero nadie
escuchaba mis gritos,
ninguno de
los dos fue capaz de entrar
para meterme
un abrazo largo,
y
preguntarme:
¿Quién
tuvo la culpa?
¿Quién fue
más impaciente?
¿Quién
está detrás de todo esto?
¿Quién
debe hacerse cargo del dolor?
Me seguí
arrastrando,
como pude,
intenté
abrir la puerta,
pero sentí
un zumbido,
estaba
llegando otro silencio tuyo,
me hice
bolita en un rincón,
cerré los
ojos,
me tape
los oídos,
y
BOOOOMMMM!
Otra vez,
una lluvia
de escombros.
Logré
pararme,
el
polvillo no me dejaba respirar,
y en eso,
la
biblioteca se derrumbó sobre mí,
con todos
los libros carbonizados.
Con la
cara sucia,
llorando,
como una foto que se viraliza en Facebook,
como
cuando perdía a los penales con mi hermano,
saqué el
teléfono del bolsillo,
y llamé.
En toda
guerra,
el que más
habla es el que pierde.
uff.... Salú
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