En el medio
de un galpón
gigante y
vacío,
en
construcción,
mientras mi
hermano
habla por
teléfono
y la mira
de reojo,
mi sobrina
corre en círculos
con los
brazos abiertos
como si
fuese una tacuarita,
flashea que
vuela,
y grita,
grita mucho
porque
descubrió
el eco,
está
fascinada,
y su voz
rebota,
pega en una
chapa
y vuelve,
vuelve y
sube,
y baja,
sus
palabras recorren cada
esquina de la
nave metálica.
Y Lucía no
la puede creer,
se pone
nerviosa de alegría,
y su
gestito de aguante todo
me
desespera a mí también,
porque
corre y grita,
se paraliza
con los
ojos bien
grandes
y la
sonrisa contenida
hasta que
sus palabras
se pierden
en el aire,
entonces,
cuando
escucha la
última
repetición,
corre otra
vez en círculos
y vuelve a
gritar con la jeta
de oreja a
oreja,
sacada,
con una
felicidad
que excede
todos
los
fenómenos físicos
que pasan
en Discovery,
y la miro,
y le quiero
agarrar los cachetes,
y siento
que el terremoto
de su
humanidad
puede hacer
polvo
todo el metal
del mundo.
Y no le
importa nada,
Lucía grita,
se
paraliza,
escucha,
disfruta,
vuelve a
correr,
vuelve a
gritar,
y así,
hasta que,
cansada,
agitada,
pone sus
manos
en sus
rodillas
y me mira,
y la miro,
y con un
rayo de sol que
me pega en
la bufanda,
me rasco la
barba
y le
festejo su delirio,
la aplaudo,
mucho,
porque la
entiendo,
porque sé
muy bien
lo que está
sintiendo:
es lo mismo
que me pasa
a mí cada
vez que alguien
dice tu
nombre;
pero con
una sola diferencia:
el galpón
está en mi pecho.
Lo que no tengo te sobra, tanto como para reflejarme en tu poder de expresión leyendo en la pantalla tu poesía que también la siento como mía.
ResponderEliminarTe digo que es muy fea la impotencia de no poder expresar y por ende transcurrir desabridos los días al no poder observar y expresar cada cosa con esa intensidad.
En buena hora alguien más puede lo que yo no.
Abrazo.
PD: Todos tus escritos los disfruto.