Me parece hermoso que un pueblito
de Catamarca se llame Londres.
Estamos por llegar,
la ruta está vacía y suena Personal
Jesus,
la versión de Johnny Cash.
Acá,
cuando cae la tarde,
la capital de Inglaterra se parece
a una comisaría vieja,
con las paredes llenas de humedad.
Miro por la ventanilla,
veo que nace otro remolino de
tierra
y me pregunto qué habrá en el
interior
de las montañas de Londres.
Todas las opciones que siento son
posibles:
una mamá gigante revolviendo una olla
para que coman todos los changuitos,
una pileta de natación hasta el tope
de corazones que sirven,
un teletransportador abandonado,
un océano de nafta,
las cajas de grave del sonido del
mundo,
un museo de los abrazos reprimidos,
una fábrica,
una biblioteca,
una panadería,
toda la soledad feudal de los
aeropuertos provinciales,
un planeta suplente,
Dios comiendo un asado con sus
amigos,
un estómago enorme que cruje
cada vez que alguien extraña,
un hotel,
un kiosco,
un manicomio,
todos los cerebros de Google
rodeados de lava,
una cancha de fútbol con arcos de
fuego,
el ícono de la justicia pesando
pasta base,
o la historia clínica de mis miedos.
La tarde termina lenta,
mi teléfono se queda sin batería
y el sol se va con una elegancia
insoportable.
La ruta sigue vacía,
pienso en tu sonrisa
y vuelvo a preguntarme
qué habrá en el interior
de las montañas de Londres.
de las montañas de Londres.
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