martes, 26 de mayo de 2015

Las ruinas de las canchas de paddle

En la esquina,
frente a la panadería,
las ruinas de las canchas de paddle
maquillan el barrio donde crecí.

Como una Pompeya frívola,
lucen un dramatismo otoñal que nos excede.

Si vieras los escombros de las paredes naranjas,
el alambre oxidado,
los yuyos que crecieron en la canaletita
que está debajo de la red,
que ahora está amontonada de un solo costado,
toda podrida,
como si estuviese en alta mar,
a principios del siglo veinte.

Parado sobre hojas secas con forma de provincia,
apoyado en uno de los árboles de la vereda,
miro las ruinas de las canchas de paddle
y me veo de la mano de mi mamá,
volviendo de hacer los mandados en el centro,
viendo las luces blancas a lo lejos,
escuchando el golpe de las paletas,
el chiflido de las zapatillas,
el festejo corto de un treinta cero.

Un vecino pasa en auto y baja la velocidad,
casi frena.
Mira las ruinas de las canchas de paddle,
me mira,
nos miramos y nos saludamos con una sonrisa,
levantando las cejas.
Los dos sabemos que esa desolación
tan bella nos pertenece,
que la mugre del tiempo también es nuestra,
que ahí estuvo la sensualidad boba de lo último,
que ese futuro canchero nunca fue cierto.

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